lunes, 5 de septiembre de 2011

Y vivieron felices y comieron lechuga.



Cuando mi abuelo cumplió sus setenta y todos, como a él le gustaba decir, yo apenas gozaba de los años que me cabían en una mano y dos más de la otra. Sentada en su cama, me pidió que le contara un cuento. Me encantaba ese ritual: me ponía el pijama y le narraba lo que se me ocurría. Acababa durmiéndome yo del puro agotamiento. Por arte de magia, siempre amanecía en mi cama al día siguiente, bien tapada y cerrada la puerta.
Aquella noche, sin embargo, me decanté por un clásico, y decidí entretenerle con La Bella Durmiente. Él se dio cuenta en seguida, porque levantó la cabeza y me reprochó que si ya estaba yo con esos cuentos tan tristes que me enseñaba la abuela. Cuando, desconcertada, le expliqué que aquel cuento terminaba con un final de los felices, me sonrió, traspasándome con la mirada, y me dijo:

-¿Final feliz, dices? ¿Feliz para quién exactamente?A mi no me engañas. ¿Acaso las perdices son felices en ese cuento? ¡Virgen santa!¡Deben de estar ya en peligro de extinción!

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