
Acostumbrada a que le pintaran el mundo de rosa, cerraba los ojos y se dejaba arrastrar. Porque en sus sueños, el mundo era tal y como ella quería.
Pero luego despertaba, y el peso de la realidad volvía a caer sobre sus párpados, que volvía a cerrar. Los apretaba muy fuerte mientras los recuerdos inundaban su mente.
Y entonces odiaba profundamente a las ilusiones, que entraban por sus ojos y oidos y se instalaban en sus sueños, de los que despertaba cada mañana. Suspiraba finalmente, movía sus fríos pies preparandose para luchar contra un nuevo día, contando los segundos para volver a cerrar los ojos.
Y los sueños, sueños son.
Se trata sólo de poder dormir, sin discutir con la almohada.
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